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APUNTES SOBRE LA PRETENDIDA RACIONALIZACIÓN DEL DERECHO PENAL

Se ha dicho que la historia del Derecho Penal, es la historia de su racionalización. Esta afirmación -que lleva en sí la idea de una “humanización”- supone en mi opinión un exagerado juicio respecto del momento actual del Derecho Penal, si, con ello se pretende señalar que esta rama jurídica constituye un instrumento indiscutiblemente legítimo y confiable para la solución de conflictos.Según la tesis de la racionalización, la reorientación del sistema punitivo hacia intervenciones menos lesivas para el individuo sería una consecuencia directa de la revaloración de la dignidad humana, que, habría pasado a constituir el centro del discurso jurídico penal y el límite del ejercicio del poder penal.

 

A favor de esta tesis se alega el abandono que el sistema penal ha hecho de los castigos corporales y de las prácticas procesales de índole inquisitiva. Asimismo, a la idea de la racionalización cooperan tres factores: i) el ostensible acercamiento que en los últimos años ha operado entre el Derecho Penal y el Derecho Constitucional; ii) la aparición (o, correctamente, la proliferación) de instrumentos jurídico-humanitarios; y, ii) la introducción de herramientas técnico-científicas en la persecución penal (v. gr. en el proceso penal).

 

Tales características no solo manifestarían un palmario progreso del sistema penal -en tanto habrían logrado alejarlo de un “descontrolado” ejercicio del poder punitivo-, sino que además serían suficientes para sustentar su legitimidad, en la medida que aquél resultaría conforme a las exigencias constitucionales, estaría exento de arbitrariedades y tendría al individuo como centro de referencia limitante del poder penal. El poder punitivo habría pasado pues de un momento de descontrol y delirante frenesí a uno de garantizada y civilizada limitación, cuyo ejercicio se correspondería con el programa penal de un verdadero Estado democrático de Derecho. Esto, sin embargo, parece aún hoy muy lejos de la realidad.

 

De una parte, hace mucho que se tiene claro que más normas no significan necesariamente una mayor ni una mejor protección del individuo . Las normas jurídicas, suponen solo una pretensión, en el ámbito del deber ser, que puede o no coincidir con la realidad y cuyo cumplimiento, en todo caso, depende de la concurrencia de variados factores de modo que la proliferación de dispositivos jurídicos puede también hacer patente las buenas intenciones o la ingenuidad del legislador.

De otro lado, la incorporación de instrumentos y herramientas tecnológicas o científicas en la persecución del delito, que reforzarían la idea de una más eficaz y mejor justicia, podría comportar, por el contrario, una mayor invasión de las libertades individuales, una desmedida expansión del control social hacia ámbitos antes no cubiertos por el sistema punitivo e incluso facilitar la ejecución de prácticas segregatorias sobre amplios sectores de la sociedad.

 

Tampoco debe perderse de vista el reducido alcance del control constitucional sobre el poder punitivo ni su ínfima intervención en ámbitos en los que se decide gran parte del ejercicio de dicho poder (v. gr. en el de la dogmática penal). Incluso, una de las máximas pretensiones del funcionamiento del sistema penal (=que la pena resocialice), parece hoy más que nunca de imposible consecución pese a su expresa previsión constitucional.

 

Por último, y en contra de la errónea idea que cree absolutamente desterrados de la práctica penal los castigos corporales, debe mencionarse el incontrovertible hecho de que la actual situación de la cárcel (que en teoría debería ser utilizada con fines resocializadores) lleva aparejada, en casi todos los casos, tratos o condiciones de algún modo equivalentes a dichos castigos, evidentemente no reconocidos por el sistema penal, que los encubre o acepta implícitamente como costes adicionales de la aventura delictiva de los infractores de la ley penal.

 

Todo ello es suficiente para desdibujar la confianza, en mi opinión excesiva, de quienes actúan dando por supuesta e incuestionable la legitimidad del discurso jurídico-penal. Esta injustificada confianza se ve obviamente reforzada por el modo en que se construye ese discurso que, inconsciente o dolosamente, pasa por alto esas deficiencias de legitimidad y termina por encubrir las prácticas punitivas con términos y conceptos pretendidamente neutrales.

 

Por eso toda crítica del momento actual del sistema punitivo debe empezar por el cuestionamiento de su legitimidad. Por cierto, Zaffaroni lo hizo hace mucho, a través del cuestionamiento de su racionalidad.

 

Según Zaffaroni, por racionalidad debe entenderse: “i) a la coherencia interna del discurso jurídico-penal; y, ii) a su valor de verdad en cuanto a la operatividad social ”. Pero, como bien señala, la referida coherencia no se colma con la mera no contradicción lógica, sino que requiere una coherencia antropológica, esto es, una no contradicción del sistema penal con el hombre  o, lo que quiere decir lo mismo, una directa referencia del sistema al ser humano.

 

Por eso, no pueden ser coherentes los sistemas penales que a pesar de gozar de una completitud lógica parten de una mediatización del individuo o la permiten. Obviamente, esta instrumentalización no solo está vedada en el ámbito de la actividad interpretativa de las leyes penales sino también en el de su creación y ejecución, dado que en estos hay también existe un ejercicio del poder punitivo.

 

Pero incluso una coherencia lógica y antropológica del sistema penal es objetable cuando ella queda restringida al ámbito del discurso jurídico-penal, ya sea debido a la imposibilidad de su realización social o a su realización totalmente diferente a lo previsto . En el discurso jurídico-penal se hace necesario pues, un contacto con la realidad que demuestre la mínima plausibilidad de sus postulados y pretensiones. Luego, esto impide tener por legítimo el discurso jurídico-penal construido sobre expectativas ficticias o pretensiones irrealizables.

 

Esto resulta clave porque deslegitimado el discurso jurídico-penal, esto es, reconocida la irrealizabilidad de sus fines, no queda otra opción que la denuncia de su falsedad y con ello, la identificación de su margen de realidad.

 

Para nadie es un secreto que en Latinoamérica los sistemas penales actúan básicamente de modo distinto a lo que enseñan los manuales o los tratados de Derecho Penal . La constatación de esta falsedad exige, como contrapartida, un sinceramiento del discurso jurídico-penal. Sin embargo, es cierto que esto último resulta mucho más difícil que el perfeccionamiento mismo de la operatividad del sistema penal, puesto que las deficiencias aplicativas del sistema pueden fácilmente justificarse como disfunciones no estructurales del poder punitivo, mientras que la transparencia del discurso jurídico-penal podría dar pie a una abierta y “excesiva” desconfianza respecto del sistema penal, indeseable para muchos.

Resulta claro que un sinceramiento discursivo solo es posible luego de un diagnóstico consciente y responsable de la realidad social y de los actores sobre los que el sistema penal pretende operar. Pero, también es indiscutible que dicho diagnóstico solo puede realizarse si se advierte la divergencia entre discurso jurídico-penal y ejercicio del poder penal.

El sinceramiento del discurso jurídico-penal trae aparejada la desmitificación del sistema penal y el destierro de la idea de la inevitabilidad del ejercicio del poder punitivo que ha provisto de vida propia y ha naturalizado a muchas de sus instituciones y mecanismos. La desmitificación del sistema penal da lugar a que sus instituciones sean pensadas, contrastadas o criticadas desde la realidad, promueve la realización de su crítica estructural y permite a la dogmática penal utilizar criterios que hacen posible su contacto con la realidad social y, a la política criminal la elaboración de un pronóstico menos pretencioso para la intervención punitiva.

Ciertamente, ello solo es posible si la crítica se dirige a ámbitos relevantes y estructurales del sistema penal y no a aspectos meramente accidentales o relacionados con su operatividad . Hasta el momento, sin embargo, no parecemos capaces de emprender una tarea de tales dimensiones. Por ejemplo, en el caso de la pena, pese a que los penalistas se han esforzado por crear y recrear diversas teorías y atribuirle distintas funciones, a la fecha, seguimos en la misma incertidumbre de no saber qué hacer con ella, pero tampoco, qué hacer sin ella,

En esa confusión seguimos inmutables, cuestionando solo ligeras y cómodas cuestiones aplicativas que corresponderían más a una labor de afinamiento en su conminación, aplicación o ejecución. Lo cierto es que, como dice Zaffaroni, a ciencia cierta no sabemos para qué sirve la pena y que “todo lo que se ha dicho sobre ella es falso” .

En igual sentido, a la cárcel, por citar una concreta institución del sistema penal, generalmente se le han realizado objeciones relacionadas con circunstancias accesorias, aplicativas, poco comprometedoras, acompañadas de la esperanza de una política de reforma carcelaria.

Esto trae como lógica consecuencia la idea de insustituibilidad de la pena, de la cárcel, y del sistema penal en la medida que no se cuestiona la institución misma sino solo los problemas de su aplicación

Con esto, se renuncia a poner atención en la existencia de  alternativas a este ejercicio de poder, esto es, si es posible intentar resolver un conflicto de un modo distinto, con lo cual el sistema penal conserva su ingente clientela sobre la que puede ejercer su poder.

Sin embargo, las alternativas al sistema penal, e incluso las alternativas punitivas dentro del sistema, como ya se ha advertido suponen también un grave riesgo. Pueden por ejemplo, terminar ampliando el control sobre amplios sectores sociales y con ello, extender el ámbito de aplicación de prácticas disciplinarias.

Esto, en el pensamiento de Zaffaroni constituye uno de los tres posibles efectos de la introducción de alternativas a la pena (específicamente a la pena privativa de libertad). Las otras dos son: i) que pese a estar reguladas en el Código Penal no se apliquen nunca; y, ii) que su utilización sirva para reducir el número de condenados.

 

Coincido con Zaffaroni en que en América Latina son estos dos últimos efectos los que más probabilidades tienen de ocurrir . Básicamente, porque la precariedad económica de los sistemas penales latinoamericanos hace imposible el mantenimiento de un sistema carcelario y disciplinario de tal magnitud que pudiera alcanzar a todos los infractores de la ley penal. Pero también por una cuestión elemental: el sistema penal debe elegir a quienes impone penas, porque no hacerlo (v.gr sancionar a todos los infractores de la ley penal) podría tener como resultado una paralización de la sociedad.

Obviamente, esto lleva a reconocer que dicha elección es, en esencia, un proceso de selección, esto es, un acto de poder. Esto opera, como bien lo señala el citado autor, en todo el proceso criminal: desde la criminalización primaria hasta la intervención de los agentes policiales, pasando por la actividad judicial y la de todos los actores involucrados en el fenómeno criminal.

 

Esto, asimismo, puede contribuir al reconocimiento de los límites del discurso jurídico-penal y a una necesaria toma de conciencia del legislador para acoger en la ley penal exigencias sensatas, distintas a los ambiciosos y delirantes programas que suelen “guiar” a nuestros sistemas penales.

 

Para esto resulta básico el reconocimiento del individuo en su real dimensión y, con ello, la renuncia a la absurda pretensión del sistema penal de crear un individuo adecuado a su programa punitivo. Como señala Zaffaroni: “(…) la ley penal no puede crear al hombre, sino reconocerlo en mayor o menor medida como es. Si la ley penal quiere regular acciones del hombre no puede ‘inventarse’ al hombre” .

 

Obviamente, dicho reconocimiento supone más que una mera declaración formal, el ejercicio del poder penal conforme a la dignidad del ser humano. Esto, no solo significa el abandono de penas corporales o de prácticas procesales abiertamente inquisitivas, sino también, la renuncia a la sobrecriminalización y a la legislación simbólica, el reconocimiento de la selectividad del sistema penal, la valoración de la mayor o menor vulnerabilidad de un individuo en la determinación de su culpabilidad, la excepcionalidad de las medidas coercitivas en el proceso, el respeto de las garantías ciudadanas y una labor del jurista en conexión con la realidad.

 

Como puede observarse, lo que pretendo con esta breve contribución no es negar que el ejercicio del poder punitivo haya variado, sino solo dudar de que con ello, haya alcanzado legitimidad como práctica ejecutada conforme al discurso jurídico-penal. De otro lado, busco resaltar la importancia y los efectos del sinceramiento del discurso jurídico-penal, el reconocimiento de sus límites y la necesidad de su vinculación con la realidad latinoamericana.

 

Por último, como fácilmente podrá advertirse de las citas bibliográficas, quería demostrar la importancia que Zaffaroni ha tenido para el desarrollo y defensa de estas ideas que tienen por finalidad reducir al mínimo el ejercicio del poder punitivo y hacer del Derecho Penal un filtro para su reducción o, dicho de otro modo, “(…) redefinir el derecho penal (…), y concebirlo como un discurso para limitar, para reducir, para acotar y eventualmente, si se puede, para cancelar el poder punitivo” .

Para esto, sin embargo, es necesaria “la búsqueda de una dogmática jurídico-penal liberal (de garantías) realista, no distanciada de las ciencias sociales, no legitimante del poder primitivo que no ejercemos los juristas y adaptada al momento actual de nuestra región latinoamericana” .

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